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Narrativa en verso

Las manos rotas

(fragmento)

 

 


1


Que no me mire las manos, 
imploré en el camino. 
Esa semana
yo había estado
más nerviosa que siempre.
Las uñas largas,
cómplices,
me arrancaron pellejos.
De tanto insistir
la piel, 
sabia,
alrededor de mis dedos
se hizo callo, 
dureza. 
Tenía las manos
de una alienada.
No iba a dejar de ir
al encuentro por eso,
después de todo el tiempo
en que lo habíamos planeado.
Después de dos
o tres
o más cancelaciones.
Después de varios miedos
al fin, pudimos coincidir
y convencernos
de que valía la pena
verse las caras, 
los cuerpos en movimiento,
intuir olores,
lo que sea. 
Así que fui
con las manos rotas
de un modo impresentable
a un encuentro
que no por postergado
había dejado 
de ser urgente.

 

 

2


Llegué primero yo
y me quedé
parada en la vereda
como quien duda
entre huir o esperar.
Me quedé
aunque dudaba .
Pocos minutos después, 
enfrente,
llegaba él.
Igual que en las fotos,
sin sorpresas.
Cruzó la calle y antes
de que llegara al otro lado
bajé el cordón de la vereda
y lo abracé.
Yo soy muy de abrazar
a todo el mundo. 
Me pasa a veces
que me quedo colgada
en el abrazo
y la intención
porque no todos tienen
esa efusividad.
Se inhiben, 
se avergüenzan.
Tal vez se intimidan
cuando en el apretón
se topan con mis tetas. 
Qué voy a hacer, 
las tengo grandes.
Se sienten en cualquier abrazo
aunque sea leve.
Por eso, 
decía,
yo lo abracé
y quedé colgada
de su cuello
porque él,
apenas, 
apoyó sus manos
en mis brazos.
No es un buen lugar
la mitad de la calle
para un abrazo, me dijo. 
Yo, 
debí haberme puesto colorada.
Qué incómodas son
las primeras torpezas. 

 

 

3


Hay un bar a dos cuadras,
invitó. 
Allá nos fuimos
caminando
uno al lado del otro
midiéndonos alturas,
el balanceo de los cuerpos,
de reojo. 
En el bar, 
sentados a la mesa,
fue ineludible
sostener el frente a frente, 
alinear las pupilas,
vernos hablar,
gesticular las manos. 
Descubrir en el otro
los dedos
llevando el pocillo a la boca,
los labios
en el borde
de la porcelana. 
Su lengua tibia,
cafeinada ahora. 
Los codos apoyados
en la mesa
o en el respaldo 
de la silla.
Intuir la cuerda tensa 
de la espalda
rozar su pierna
si cruzaba las mías.
Verlo mirar mis manos
la circunferencia del giro
revolviendo el café.
Mis dedos rotos, 
lastimados. 

 

(...)

EBOOK Modos de buscar refugio - Giselle Aronson

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Las manos rotas

(fragmento)

 

 


1


Que no me mire las manos, 
imploré en el camino. 
Esa semana
yo había estado
más nerviosa que siempre.
Las uñas largas,
cómplices,
me arrancaron pellejos.
De tanto insistir
la piel, 
sabia,
alrededor de mis dedos
se hizo callo, 
dureza. 
Tenía las manos
de una alienada.
No iba a dejar de ir
al encuentro por eso,
después de todo el tiempo
en que lo habíamos planeado.
Después de dos
o tres
o más cancelaciones.
Después de varios miedos
al fin, pudimos coincidir
y convencernos
de que valía la pena
verse las caras, 
los cuerpos en movimiento,
intuir olores,
lo que sea. 
Así que fui
con las manos rotas
de un modo impresentable
a un encuentro
que no por postergado
había dejado 
de ser urgente.

 

 

2


Llegué primero yo
y me quedé
parada en la vereda
como quien duda
entre huir o esperar.
Me quedé
aunque dudaba .
Pocos minutos después, 
enfrente,
llegaba él.
Igual que en las fotos,
sin sorpresas.
Cruzó la calle y antes
de que llegara al otro lado
bajé el cordón de la vereda
y lo abracé.
Yo soy muy de abrazar
a todo el mundo. 
Me pasa a veces
que me quedo colgada
en el abrazo
y la intención
porque no todos tienen
esa efusividad.
Se inhiben, 
se avergüenzan.
Tal vez se intimidan
cuando en el apretón
se topan con mis tetas. 
Qué voy a hacer, 
las tengo grandes.
Se sienten en cualquier abrazo
aunque sea leve.
Por eso, 
decía,
yo lo abracé
y quedé colgada
de su cuello
porque él,
apenas, 
apoyó sus manos
en mis brazos.
No es un buen lugar
la mitad de la calle
para un abrazo, me dijo. 
Yo, 
debí haberme puesto colorada.
Qué incómodas son
las primeras torpezas. 

 

 

3


Hay un bar a dos cuadras,
invitó. 
Allá nos fuimos
caminando
uno al lado del otro
midiéndonos alturas,
el balanceo de los cuerpos,
de reojo. 
En el bar, 
sentados a la mesa,
fue ineludible
sostener el frente a frente, 
alinear las pupilas,
vernos hablar,
gesticular las manos. 
Descubrir en el otro
los dedos
llevando el pocillo a la boca,
los labios
en el borde
de la porcelana. 
Su lengua tibia,
cafeinada ahora. 
Los codos apoyados
en la mesa
o en el respaldo 
de la silla.
Intuir la cuerda tensa 
de la espalda
rozar su pierna
si cruzaba las mías.
Verlo mirar mis manos
la circunferencia del giro
revolviendo el café.
Mis dedos rotos, 
lastimados. 

 

(...)